ROBERT SAPOLSKY, NEUROCIENTIFICO: PEDIR PUEBRAS DE QUE EL LIBRE ALBEDRÍO NO EXISTE ES COMO QUERER PROBAR QUE LOS

ROBERT SAPOLSKY, NEUROCIENTIFICO: PEDIR PUEBRAS DE QUE EL LIBRE ALBEDRÍO NO EXISTE ES COMO QUERER PROBAR QUE LOS

11 de abril de 2024.-Usted no decidió libremente tener hijos o no. Tampoco tener la pareja que tiene, perdonar a esa persona que le hizo daño u odiar a su enemigo.


Todas esas elecciones claves en su vida y que creía haber tomado con plena consciencia, son en realidad el producto del útero donde se gestó, del barrio en el que creció o de lo que pasó en el universo hace millones de años. No hay ni una sola traza de intención ni libertad; la providencia eligió por usted. Creer en el libre albedrío es tan absurdo «como establecer que la meteorología estaba controlada por unas señoras mayores que teníamos que quemar en una hoguera». Ese es el punto que defiende 
Robert Sapolsky (Nueva York, 1957), profesor de Ciencias Biológicas y Neurología de la Universidad de Stanford y uno de los mayores expertos y divulgadores del comportamiento humano a nivel mundial, en su último libro Decidido (Capitán Swing, 2024), donde entierra al lector en una infinidad de evidencia científica —bastante desasosegante, por cierto— sobre nuestra absoluta incapacidad para decidir en libertad.

—Esta entrevista va a ser leída por gente que cree firmemente que comprar su casa, adoptar a su perro o cumplir la ley son decisiones que tomaron libremente. Y usted ahora les dice que en absoluto.

—No, por supuesto que no. Yo puedo haber elegido algo en un momento concreto: si quiero un helado de un sabor u otro, si aprieto o no el gatillo de un arma o si escribo un libro o no lo hago. En momentos así, existe una sensación de elección, de múltiples posibilidades de futuro. Sin embargo, la elección que acabas tomando es el resultado de todo lo que sucedió antes, del tipo de persona que has terminado siendo por todas las circunstancias que te han rodeado. Así que no. En absoluto hubo libre albedrío en esa decisión. Está claro que en el momento en el que la gente eligió tener hijos o no; vivir de alquiler o comprarse una casa, estaban tomando una decisión. Eran conscientes de lo que estaban haciendo y de sus consecuencias. Podrían haber optado por otra vía; nadie les estaba obligando. Pero se interpretan este tipo de decisiones como intuitivas, como un acto de madurez. Suficiente como para verlo como un acto de libre albedrío. Así lo interpretan también los sistemas judiciales, por ejemplo. Mi perspectiva es que esas decisiones son totalmente irrelevantes porque no van al fondo de la cuestión: ¿cómo alguien ha acabado siendo el tipo de persona que toma determinada decisión en un momento concreto? 

 

—Si lo que elegimos no es responsabilidad nuestra sino la consecuencia de la historia biológica de la persona y el universo, va a dejar en el paro a todos los jueces del mundo.

—Hace unos meses tuve una reunión con unos cuantos. Les expliqué que el incremento del apetito durante su jornada laboral tiene un impacto directo en el aumento de las sentencias condenatorias. Hubo uno que me dijo que todo este trabajo científico sobre la toma de decisiones está muy bien, pero que la semana pasada había dictado una sentencia que al principio tenía clarísima y que, cuando llegó a su casa y se puso a pensar en el tema, acabó cambiando de opinión. Argumentaba que era una prueba de su libre albedrío. ¿Pero cómo ha llegado esa persona lo suficientemente segura de sí misma como para admitir que había cometido un error?, ¿cómo ha alcanzado ese nivel de desarrollo personal? Tenemos que diseccionar cuántas decisiones bajo nuestro control hemos tomado para acabar siendo como somos. ¿Has elegido la cultura que tienes?, ¿el útero en el que te gestaron?, ¿elegiste quiénes querías que fuesen tus padres?, ¿el barrio en el que te criaste? Si no tienes en cuenta todo esto y solo ves el momento concreto, la conclusión está clara: estás tomando una decisión y actuando con intención. ¿Pero cómo se ha formado esa intención?

 

—Lo que propone es un cambio de mentalidad muy grande ¿Qué hacemos con los condenados por cometer un crimen?, ¿son solo víctimas de sus circunstancias y no han tenido elección?

—Pues hay muchos ejemplos de esto en el pasado. Pensemos, por ejemplo, en el piloto de una aerolínea que se quedó dormido durante un vuelo provocando una terrible tragedia. Parece una negligencia monstruosa. Pero, con el paso del tiempo, se descubre que este piloto, a estas alturas del año, solía padecer alergia; que estaba tomando antihistamínicos que le provocaban somnolencia. Es difícil mantenerse despierto si estás tomando antihistamínicos. Hace décadas, la versión hubiese sido simplemente que el piloto se quedó dormido, que es un criminal y un irresponsable. Pero de repente, encontramos otra explicación, una biológica que no tiene nada que ver con elecciones personales y libres. ¿Lo meterás en la cárcel? No, surgirá una nueva normativa que incorporará la incompatibilidad de pilotar bajo los efectos de esta medicación y que nada tendrá que ver con el libre albedrío ni con la culpa. Así, protegeremos a la gente sin necesidad de decir que nadie es malvado o que fue un acto provocado por un alma perversa. Es un escenario del que hemos extirpado por completo el libre albedrío y que ahora nos resulta obvio. Pero no siempre ha sido obvio. Es que venimos de un lugar donde la gente achacaba las consecuencias de cualquier cosa al libre albedrío, donde se solía pensar que la enfermedad y la moralidad estaban relacionadas o que un Dios nos castigaba. Afortunadamente, hemos dejado de creer que cuando alguien estornuda en primavera sea porque tiene el alma podrida. Ya no pensamos que nadie merezca ser encerrado por quedarse dormido a causa de una medicación. Al igual que hemos expulsado al libre albedrío del avión, lo hemos hecho en otros muchos ámbitos. 

 

—Es muy común escuchar a padres decir que van a dejar elegir libremente a sus hijos a qué equipo de fútbol quieren apoyar. ¿Es esto posible?

—No, porque a través de lo que no estás diciendo, también estás ejerciendo una influencia. Si crías a un hijo para que sea exactamente como tú, evidentemente no existirá el libre albedrío; si tu crianza produce un adulto que odia el tipo de padre que tuvo y trata de hacer exactamente lo contrario de lo que hicieron con él, tampoco. Y si crías a un niño que es básicamente igual que tú, pero de repente se encuentra con un profesor que le influye muchísimo y cambia, tampoco habrá sido una decisión libre. Simplemente se trata de las influencias que hayan supuesto un mayor impacto a la hora de formar a una persona. Tenemos esta idea de que si crías a tus hijos para que piensen como tú, acabarán siendo todo lo contrario. ¿En serio nos creemos que se trata de una decisión propia y libre? Por supuesto que no, simplemente habremos estado en contacto con elementos que acabaron por influenciarnos más y esa es la razón de que tengas una visión política completamente opuesta. Pero es resultón decir: «Cuando te conviertes en padre, acabas siendo distinto a cómo era el tuyo», como si hubiésemos elegido un camino. 

 

—Hablemos de decisiones que tomamos: por ejemplo, fumar o dejar de hacerlo. Se culpabiliza mucho a los pacientes de tumores de pulmón de no haber dejado el hábito.

—En Estados Unidos, fumar se ha convertido en un marcador de clase. Se asocia a individuos con un nivel socioeconómico y educativo más bajo que, de alguna manera, no han entendido que hacerlo es malo para ellos. Si has nacido en un ambiente de pobreza, en una familia inestable, si en tu yo de 14 años confluyen todos estos factores de riesgo, empezar a fumar no se puede considerar una decisión libre. Del mismo modo, cuando una persona intenta dejar de fumar, ¿lograrlo o fracasar va a depender de su fuerza de voluntad cuando existe literatura científica que podría llegar hasta el techo sobre cómo funcionan las adicciones, el craving y la habilidad para superarlas adicciones? Son fenómenos puramente biológicos.

 

—La influencia de la neurobiología en la adicción al tabaco es más obvia que la neurobiología sobre apretar o no un gatillo. 

—Lo es hoy. Vámonos a otro escenario. Cuando ves a alguien que tiene sobrepeso, surgen todo tipo de atribuciones sociales. Se suele pensar que son personas que no tiene disciplina ni autocontrol, que desde algún nivel de su subconsciente se odian a sí mismos. Se produce un rechazo y se les considera poco atractivos. Pero un buen día se descubre una hormona en el riego sanguíneo llamada leptina. Cuando comes, segregas leptina desde tus células grasas y se introduce en tu cerebro, activando señales. Por eso dejamos de sentir hambre cuando comemos. De repente, alguien descubre que existe gente que tiene mutaciones en el receptor de la leptina y que estas provocan que sus cerebros no respondan a esta hormona de la manera adecuada. Y así, acaban sufriendo obesidad mórbida. Oh, vaya, no es que estas personas se odiasen a sí mismas o que no tuviesen autocontrol, sino que algo estaba funcionando mal en su organismo, que no estaban recibiendo las señales que biológicamente deberían después de una comilona. Y aquí entran en juego muchísimas cosas, como la cantidad de estrés fetal al que fuiste sometido debido durante el embarazo porque tu madre estaba pasando una mala época. Y esto repercutirá en la cantidad de neuronas dopaminérgicas que acabarás teniendo en una parte de tu cerebro adulto. Y esto repercutirá a su vez en tu vulnerabilidad ante posibles adicciones. Y te aseguro que no vas a disponer de control sobre el desarrollo de esa parte de tu cerebro encargada de los impulsos y los antojos. Y eso, a su vez, va a influir en que, si un día ves un bar abierto en una esquina de una calle, acabes entrando o no. Es exactamente el mismo funcionamiento que hace que a una persona le guste el helado de vainilla y a otra el de chocolate. Mucho más desafiante biológicamente, sí, pero biología.

 

—Es bastante descorazonador poner esfuerzo y dinero en educar en igualdad y que luego haya estudios que muestren que tendemos a ejercer un mayor castigo sobre una persona si en ese momento hay un olor desagradable en la habitación, como cuenta en su libro.

—La ciencia no deja de enseñarnos una y otra vez que debemos sospechar cuando creamos que hemos alcanzado una decisión racional sobre lo que sea. Porque cuando escarbas un poco, descubres que suele haber elementos que condicionan nuestros comportamientos de los que no tenías ni idea. Tenemos que ser muy cautos cuando creamos entender por qué alguien ha hecho algo. Especialmente si nos toca juzgarlo. Atreverse a pensar que entendemos por qué una persona ha actuado de una manera o de otra implica una alta probabilidad de equivocarse. Cuando digas que alguien es amable, digna, empática o un criminal, debes saber que no tienes ni la más remota idea de los factores que han acabado interactuando para que esa persona acabase siendo como es. Y, sobre todo, debes entender que no ha tenido ningún tipo de control sobre todo ello. Es la única conclusión posible viendo lo que la ciencia pone delante de nuestros ojos. Pero es tremendamente complicado vivir de esta manera. 

 

—¿Pero dónde están los límites? Si nadie toma decisiones libres podríamos acabar compadeciéndonos de Hitler porque sus circunstancias le llevaron a ser uno de los seres más despreciables de la historia. 

—No lo sé. No puedo responder a dónde están los límites. Los míos los tengo claros y cada persona tendrá los suyos. Pero sí tengo claro que el único camino que tenemos es aceptar y entender que el libre albedrío no existe e ir paso a paso. Es irónico, pero debe ser una revolución poco revolucionaria. Porque resulta increíblemente complicado aceptar esto. Cuando yo iba al colegio, si el niño que tenía a mi lado no era capaz de leer, estaba claro lo que se pensaría de él. O no era muy inteligente, o era un vago. Desde que yo era un niño a ahora, la neurobiología ha descubierto cosas nuevas sobre algo llamado dislexia, sobre cómo la arquitectura de una parte de los cerebros de estas personas están conectadas de manera anómala, lo cual provoca problemas para distinguir ciertas letras. ¡Vaya! Con los años, hemos sabido ver las cosas de otra forma. Si cuando tenía 10 años te hubieras sentado conmigo para explicarme que «algún día se sabrá que ese niño de allí padece algo parecido a una enfermedad y que hay algo llamado genes», ni te hubiese prestado atención. Seguiría pensando que es solo un chaval que se dedica a tocar las narices y a mirar por la ventana . Me habría parecido inconcebible que no fuese alguien merecedor de ser juzgado. Pero la perspectiva ha cambiado por completo. Y estos cambios van a sucederse una y otra vez.

 

—¿Qué cambios intuye?

—Todavía no está ni cerca ver la obesidad como un fenómeno biológico sobre el que carecemos de control. Sigue habiendo muchísimos juicios sobre ellos. Tal vez nos lleve diez o quizás cien años darnos cuenta de que el metabolismo es un fenómeno puramente biológico, que la necesidad de comer o lo satisfactorio que puedas encontrar en un sabor u otro es una cuestión de la biología de los cuerpos. Quizás dentro de cincuenta años hayamos logrado los avances que hoy tenemos sobre la dislexia y los procesos de aprendizaje. Nos va a llevar un tiempo entenderlo, pero cuando lo logremos, sucederá lo que hoy pasa, que si un estudiante comete un error deletreando una palabra nadie piense que es vago y estúpido, sino que entendemos que son diferentes en su aprendizaje y que no es algo que elijan. Nos las hemos arreglado para expulsar al libre albedrío también de ahí; para entender que es su biología la que cambia una letra por otra. Hoy lo vemos claro, pero hace cincuenta años lo hubiésemos visto como algo intencionado. Y hace 400 creíamos que la gente elegía ser bruja. Lo hemos hecho bien, hemos conseguido avances en todos estos escenarios y todo ello nos da una idea de que va a seguir pasando lo mismo en otra áreas.  

—¿Se imagina que dentro de unos años otra prueba científica descubriese que, efectivamente, sí existe en nuestro cuerpo algo similar al libre albedrío?

—Hay algo que me parece bastante injusto. Si nos fijamos en la trayectoria durante los últimos siglos de la humanidad, veremos una y otra vez en todo tipo de escenarios diferentes que el libre albedrío no ha existido. Hay algo que me vuelve loco cuando digo que el libre albedrío no existe y es esa gente que me dice: «Dame pruebas, demuéstramelo». Es como si me pidiesen pruebas para demostrar que los duendes no son reales. Creo que conocernos lo suficiente científicamente para que la lógica sea la inversa, que sean esos que piden pruebas insistentemente para demostrar que el libre albedrío no existe, que justifican las condenas de cárcel y las pagas extra por rendimiento, los que aporten pruebas que permitan ver qué pasa en el cerebro cuando aparece ese supuesto libre albedrío. ¿Qué pasa concretamente en el funcionamiento de esos cerebros que sea independiente a la historia y el ambiente de esa persona y que indique que estamos tomando decisiones en libertad? Enséñame cómo funciona cerebralmente el libre albedrío y te creeré.

—Diría que los humanos tenemos cierta tendencia a que nos guste creer en cosas que no vemos...

—Es verdad, y a veces pueden tener sentido, pero en otras es un absurdo absoluto. Mi mujer es directora de musicales, que es algo que también menciono en el libro, y hace unos años la estuve ayudando en su trabajo. Hace ya tiempo tuvimos a un niño que era algo fuera de lo normal, tenía un oído y una capacidad de afinación perfecta. Le pedías que te diese un la en 440 Hz —la nota de referencia para afinar los instrumentos musicales— y te la daba. Pero es que eso un rasgo genético, es completamente absurdo sentir admiración por la maestría de aquel niño a la hora de afinar. Si no asumimos cosas como esta, será realmente complicado no culpabilizar a la gente que comete un crimen, no recompensar a alguien que trabaja más duro que los demás o pensar que alguien que mide 2,20 metros y que gana un salario estratosférico porque juega muy bien al baloncesto se lo ha merecido. Es duro asumir que nada de esto tiene ningún sentido, pero tenemos que seguir empujando para entenderlo. Porque cada vez que aprendemos estas cosas, el mundo se convierte en un lugar mejor. No son solo avances científicos enormes, sino también morales. Al igual que fue maravilloso establecer que la meteorología no estaba controlada por unas señoras mayores que teníamos que quemar en una hoguera. Diría que ha sido un avance bastante positivo con respecto a cómo funcionábamos hace 400 años. El mundo es un lugar mejor desde que no quemamos a personas atadas a un palo. Y fue algo muy poco intuitivo en su momento. ¿Cómo que no son las brujas las que causan las tormentas?, ¿cómo que los niños que no aprenden a leer no es porque no están motivados?, ¿cómo que la gente que no para de comer no es porque no tiene ningún tipo de disciplina?

—Si no tenemos capacidad para decidir racionalmente nada, ¿en qué se diferencia un ser humano de un ratón de campo?

—Fundamentalmente, en nada, a excepción de que un ser humano sí es capaz de entender la complejidad de la maquinaria. Somos maquinaria biológica, al igual que un renacuajo o una bacteria. Somos algo más complicados, pero somos ingeniería biológica. La única diferencia real es que mientras que el resto de especies no pueden saber que son un producto de engranajes biológicos, nosotros sí. Somos la única especie capaz de entenderlo. Somos los únicos capaces de entender qué hacen los botones y qué pasa si muevo esta palanca. Y esta percepción nos permite aprender los cambios que se producen. Y si mi trabajo es ser juez, puedo aprender cuáles son los botones involucrados en mis decisiones; entender que me vuelvo mucho menos empático con los acusados conforme descienden mis niveles de glucosa. Somos máquinas, pero tenemos la posibilidad de cambiar. No porque decidamos libremente que queremos hacerlo, sino porque las circunstancias nos cambian. 

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