NADIE SUPO NADA DEL DIPUTADO PASTELIN

NADIE SUPO NADA DEL DIPUTADO PASTELIN

25 de Noviembre de 2023, (13:20 hrs).-¿Por qué nadie recuerda nunca al diputado suplente Edmundo Pastelín? La inscripción en letras de oro que se encuentra en el muro de honor de la Cámara de Diputados rinde homenaje “A los Legisladores Mártires de 1913”, y en su momento se argumentó que dicha leyenda expresaba el clima de persecución que los llamados “diputados renovadores” sufrieron a manos de los hombres que Victoriano Huerta llevó al poder. Pero incluso entre ellos, hay algunos que salieron de sus hogares intentando tranquilizar a sus esposas, asegurando que nada malo habría de ocurrirles. Pero nunca regresaron.

Quizá el ejemplo más claro de esta situación fue el vicepresidente José María Pino Suárez, que se marchó a encontrarse con el presidente Madero después de comprarle a un globero toda su mercancía para dejársela a la más pequeña de sus hijas como obsequio de cumpleaños. Dentro del horror de los asesinatos políticos de 1913, la familia de Pino Suárez tuvo el magro consuelo de rescatar el cadáver de su padre para llevarlo a una tumba digna en el Panteón Francés de la Piedad, junto a Madero. Otros, como el diputado Edmundo Pastelín, simplemente desaparecieron de la faz de la tierra.

No importaron las denuncias airadas, las presiones que intentaron ejercer sus colegas legisladores. Nadie puso interés o voluntad en esclarecer el paradero de Edmundo Pastelín. Era junio de 1913, y lo último que se supo del diputado suplente era que se le requería por agentes de la policía reservada para declarar en caso a un extraño suceso: el caso de “un niño muerto”. El legislador trató de calmar a la familia y se marchó, prácticamente preso por los hombres de la Reservada. Volvería pronto, le dijo a Felícitas, su esposa.

Pero Edmundo Pastelín, diputado federal suplente por el décimo distrito de Oaxaca, jamás regresó. Una vez más, los fanfarrones, los chismosos que nunca faltan en sitios tan viciados y terribles como la cárcel de Belem, fueron los únicos en soltar algunas migajas de información acerca de un destino final que era tan previsible como brutal.

 La desaparición y la búsqueda

Volvamos a esa noche de junio de 1913. Son las once de la noche y la portera de la casa acude a averiguar quién es el imprudente que pretende deshacer a golpes el acceso a la casa de la familia Pastelín Labariega. Entreabre la puerta y violentos, a empujones, se abren paso agentes de la Policía Reservada, encabezados por el señor Chávez, nombrado jefe del cuerpo de vigilancia. Pastelín, que ha salido de su alcoba, les sale al paso. Las autoridades aseguran que investigan el caso de un niño muerto. El diputado suplente quiere saber más. Entonces, Chávez pregunta: “¿Es usted el señor Edmundo Pastelín?” El diputado oaxaqueño confirma su identidad. El jefe de la Reservada le muestra su placa y le solicita que lo acompañe; que requiere su declaración en “una averiguación”.

A esas alturas del insólito diálogo, Felícitas, la esposa de Pastelín se altera profundamente. Está embarazada de su sexto hijo. Su marido la tranquiliza. No pasa nada, no pasará nada. “Sólo se trata de que don Edmundo nos proporcione unos informes, señora”, asegura el policía Chávez.

Pero todo es sospechoso. Pastelín regresa a su recámara para vestirse y acompañar a los agentes. Dos de ellos lo siguen y lo vigilan mientras el oaxaqueño se viste. Abandonan la casa. Todavía, los agentes de la Reservada insisten ante la mujer embarazada, que está aterrada. Que no pasa nada señora, de verdad, Pronto tendrá a su esposo de vuelta. La puerta se cierra.

Pero transcurren las horas y Edmundo Pastelín, diputado suplente por el décimo distrito de Oaxaca jamás regresa a su hogar.

Para Felícitas empiezan las horas más amargas. Como están las cosas, la pobre mujer, concretamente, tiene en la cabeza un caso terrible y reciente, el del asesinado del general Gabriel Hernández, maderista de corazón. Así ocurrió con el militar: herido, se refugiaba en su casa. De ahí lo sacó la gente de la Reservada y nadie supo de él por varias horas. Luego trascendió que había encontrado la muerte en Belem, por encargo particular del yerno de Victoriano Huerta. La gente recordaba con horror el cuerpo fusilado de Gabriel Hernández quemándose en la pequeña plaza, a las puertas del penal.

¿Eso era lo que esperaba a Edmundo Pastelín? Su esposa no quería imaginarlo. Le ardía en la memoria el dibujo del cuerpo en llamas, publicado por la prensa. La invadía el pánico solo de pensar que su marido corriera suerte similar. Pero con todo y el agobio, con todo y el embarazo, esa mujer, también oaxaqueña, decide que no puede quedarse con los brazos cruzados. Y hablará con quien se le ponga enfrente: diputados, reporteros, el que sea y pueda ofrecer un indicio de que Edmundo sigue con vida.

A Felícitas Labariega no la van a derrotar fácilmente. No permitirá que le digan en tono de compasión: “Señora, a lo mejor su marido ya se fue con los insurrectos. Cálmese, ya le avisará”.

Las amenazas de Aureliano Urrutia

Pero Felícitas se niega a calmarse. Si Edmundo la pudiera ver, estaría orgulloso. Con presteza, la esposa del diputado suplente busca a los legisladores que componen el llamado “bloque renovador”, por su apoyo a las iniciativas del gobierno de Madero. Enterados de que a Pastelín se lo ha llevado la Reservada, crean una pequeña comisión, compuesta por los diputados Luis Manuel Rojas, Miguel Alardín, Rafael Nieto y Adolfo C. Gurrión. Ellos intentarán reunirse con el nuevo secretario de Gobernación, el médico Aureliano Urrutia. El caso de Pastelín no es el único; hay otro desaparecido, un conocido maderista apellidado Adame Macías. También solicitarán protección para un ex gobernador de San Luis Potosí, el doctor Rafael Cepeda, preso en quién sabe dónde. Su familia teme un atentado de un momento a otro.

Aureliano Urrutia accede a reunirse con los legiasladores.

La entrevista es aterradora. Mucha presencia de ánimo tienen los cuatro diputados para aguantar las torvas palabras del médico convertido en secretario de Gobernación. ¿Desapariciones? Ni idea de lo que mencionan, caballeros. Recuerden que acabo de tomar posesión del cargo, y no puedo asumir responsabilidades por sucesos del pasado, por reciente que sea.

En cuanto al doctor Cepeda, continúa Urrutia, ocurre que él mismo había mediado para que se le permitiera volver a San Luis Potosí, 5repuesto en el cargo de gobernador. Pero llegan informes de que Cepeda “preparaba actos contra el actual orden de cosas”, y por eso se decidió “ponerlo en lugar seguro”, con todas las consideraciones del caso. A los diputados “renovadores” se les hiela la sangre de escuchar a Urrutia, en perfecta calma, contando cosas terribles.

En cuanto a Adame y a Pastelín, agrega el secretario de Gobernación, habrá que buscarlos. Es más, ofrece Urrutia: averiguará cuál es el paradero de los dos hombres, aunque piensa que nade debería alterarse. Es muy probable que ambos se hayan ausentado de la ciudad de México de manera voluntaria.

El desaliento se pinta en la cara de los diputados. Urrutia se inquieta. ¿Pues qué temen, señores?

Los legisladores acopian fuerzas para responder, sabiendo lo que se juegan: Tememos, señor secretario, que a Adame y a Pastelín les ocurra lo mismo que a Gabriel Hernández; que desaparezcan para que luego sus cadáveres aparezcan destrozados o quemados.

Aureliano Urrutia se altera: “¡Eso no ocurrirá mientras yo forme parte del gobierno del general Huerta! ¡Soy un hombre honrado! ¡No arriesgaré ni mi reputación ni mis antecedentes permitiendo la comisión de semejantes actos!”

Pero el médico Urrutia recuerda que es el secretario de Gobernación y el poder que Huerta ha depositado en sus manos. Recobra la calma, habla despacio. En su opinión, quienes ponen obstáculos “a la labor del Gobierno, son altamente criminales y antipatriotas”. Se refiere a la rebelión armada que empieza a germinar en el norte del país, con múltiples conexiones. Afirma que algunos caídos en combate llevaban cartas que los relaciona con diputados, demostrando el contubernio contra el gobierno de Huerta. Y para frenar tal sublevación, advierte, “no habrá miramientos ni consideraciones, aún cuando para ello fuera preciso pasar por encima de la ley”.

Los diputados salen de la secretaría de Gobernación con el alma en un hilo. Prácticamente están seguros de que a esas horas, Edmundo Pastelín está muerto. Pasado el exabrupto, Aureliano Urrutia, eminencia médica y secretario de Gobernación, acaba de ameanzarlos. No lo saben, pero será cuestión de pocos días para que uno de los integrantes de la pequeña y valerosa comisión también sea cadáver: Adolfo C. Gurrión.

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