15 de agosto de 2024 (16:20 hrs).-El 9 de julio, mientras el mundo contemplaba los escombros ensangrentados de un hospital infantil en Kiev, Rusia celebraba su presidencia rotatoria del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con un almuerzo en Nueva York. En el menú había “pollo Kiev”, un popular plato ruso de pechugas finas rellenas de mantequilla de ajo. Antes de comer, el anfitrión del almuerzo y representante permanente de Rusia ante las Naciones Unidas, Vasili Nebenzia, negó la responsabilidad de su país en el atentado en el que murieron dos personas y siete niños resultaron heridos. Si a los diplomáticos se les atragantó el pollo, lo hicieron en silencio.
El incidente es un resumen perfecto del mundo en que vivimos ahora. Mientras Occidente observa, aparentemente impotente, Rusia se vuelve cada vez más osado, como un abusador escolar que se da cuenta de que el maestro no viene. El miedo de los rusos a la OTAN, palpable al comienzo de la invasión, se ve ahora atenuado por la impunidad de la que goza su líder, sin importar las atrocidades cometidas bajo su gestión. ¿Por qué tener miedo? A pesar de contar con los recursos para poner fin a esta guerra en los términos de Ucrania, Occidente carece claramente de la voluntad de ganar. Para Vladimir Putin, la victoria está al alcance de la mano, independientemente de quién ocupe la Casa Blanca el próximo año.
En los últimos dos años y medio, los líderes occidentales han reiterado que “están con Ucrania”. Sin embargo, a pesar de pronunciar las palabras adecuadas, esos líderes siguen tratando la guerra como un conflicto localizado en el que tienen pocas obligaciones. La ayuda militar prometida llega tarde y en cantidades insuficientes para igualar los recursos de Rusia, y las restricciones, como las que impiden atacar activos militares en la propia Rusia, limitan la eficacia de la ayuda. El reciente avance ucraniano en territorio ruso demuestra lo que sería posible si se levantaran los obstáculos. Pero Occidente se aferra a su enfoque de “demasiado poco y demasiado tarde”, justificado por el riesgo de provocar una escalada nuclear por parte de Rusia. La solicitud de Ucrania de ingresar en la OTAN es discutible por la misma razón.
Occidente tampoco ha conseguido cortar las fuentes del poderío económico de Rusia, a pesar de las rondas de sanciones. Su economía crece saludablemente y los activos de los oligarcas rusos siguen a salvo en Occidente, aunque estén congelados. Y lo que es más importante, el petróleo ruso se está comprando y vendiendo en todo el mundo con un mínimo de dificultad, ya que los líderes occidentales parecen no poder decidir qué quieren más: castigar de forma significativa a Rusia o mantener las cosas como están. Resulta revelador que la propuesta del Departamento del Tesoro de Estados Unidos de imponer sanciones a los buques cisternas que ayuden a transportar petróleo ruso y a eludir las sanciones se haya estancado por el temor de la Casa Blanca a que el aumento de los precios de la gasolina no ayude a un buen resultado en las urnas en noviembre.
Quien no está preocupado por las elecciones estadounidenses es Putin. A diferencia de la vacilación de Occidente, Putin juega en serio. Ha puesto a su país y a su economía en pie de guerra, dedicando al menos un tercio del presupuesto estatal al ejército y tentando a decenas de miles de rusos a unirse a su maquinaria bélica con generosos salarios y dividendos. Ha ampliado el escenario de las operaciones al territorio de la OTAN, financiando a partidos y políticos prorrusos, difundiendo desinformación y atacando directamente a personas occidentales implicadas en el envío de armas a Ucrania. Cuando se le confronta, Rusia simplemente se encoge de hombros ante la evidencia.
Esta configuración —un adversario con la voluntad y los recursos para luchar hasta el final y unos aliados que prestan la ayuda justa para evitar que el frente se derrumbe mañana— deja a Ucrania en una situación sombría. Llegará un momento en que la determinación ucraniana, ya puesta a prueba hasta el límite, se agotará y un acuerdo de paz con Putin, en las condiciones que sea, será preferible a morir. Este momento puede llegar antes si Donald Trump gana las elecciones presidenciales estadounidenses y pone fin a la guerra “en 24 horas”, como ha prometido, obligando a Ucrania a negociar en los términos de Putin. O llegará más tarde si los demócratas conservan la Casa Blanca y continúan con su estrategia a medias.
Putin ya está planeando la victoria. Su última supuesta propuesta de paz —en la que Rusia mantiene el territorio ocupado y se prohíbe a Ucrania entrar en la OTAN— fue tachada de propaganda por muchos líderes occidentales. Pero es, de hecho, el escenario más realista de cómo se desarrollará esta guerra. Voces que van desde partidarios del Kremlin hasta premios nobel e incluso el papa abogan por una “paz” que daría a Putin lo que quiere. Ucrania ha rechazado la propuesta, por supuesto. Pero Rusia, después de golpear las infraestructuras, la población y el ejército del país, casi con toda seguridad volverá a hacerlo. Al final, cualquier cosa que detenga las bombas será vista como una mejora.
Toda guerra tiene ganadores y perdedores. Si Putin gana esta guerra, Ucrania y sus aliados, por definición, la habrán perdido. Pero la derrota no se repartirá por igual. Un acuerdo de paz en los términos de Putin será malo para Ucrania. Perderá casi el 20 por ciento de su territorio y alrededor de cinco millones de personas. Pero esa pérdida se verá mitigada por el notable fracaso del plan original de Putin de apoderarse de Kiev y destruir Ucrania como nación. La guerra se detendrá. Habrá muertos que llorar, heridos que curar y un país que reconstruir. La reputación de Ucrania en la escena mundial será más alta que nunca y la adhesión a la Unión Europea estará a la vista.